Por: Adriana Córdoba Eggen
“Aprende a sabotear los cines”, no fue el azar quien decidió que esa sería la frase con la que terminaría la recién estrenada película Que viva la música, inspirada en la obra de Andrés Caicedo.
Más allá de leer a Andrés y de admirarlo, he sido Andrés en la medida en que he sido María del Carmen, en los excesos, en los vicios, en los amigos, en las tristezas, en la nostalgia, en la salsa, el rock, en lo burguesita y en la liceísta que desatina.
Entre tantos vaivenes de opiniones sobre la película, he decidido aclarar una serie de malentendidos que han impedido a muchos espectadores disfrutar la película en todo su esplendor. Que viva la música, es una película para sentir, no para digerir, ni para filosofar acerca de su sentido; al igual que el libro. No deja un mensaje que reivindique la condición humana, no se trata de García Márquez, y mucho menos de Dostoievski; es un collage de emociones suscitadas por la música.
Señor espectador, debe entender que la palabra inspirada tiene un significado distinto al basada. La película por ejemplo, está inspirada en la obra de Caicedo, no está diseñada para contar su libro. Es más bien una desadaptación, como lo dijo Carlos Moreno, del significado de la novela trasladado a un espacio de temporalidad nula. Ya nos lo advirtió el director en una entrevista mucho antes del estreno de la película. Fue pensada como una película atemporal. Así que sus argumentos en contra de la dirección de arte y la selección musical, pierden todo valor. Si no se agarran de ahí para criticarla ¿entonces de dónde? Y es esa atemporalidad, la que no sólo le ha otorgado a Andrés su fama, sino que le permite a las nuevas generaciones apropiarse de un legado que nos es común a todos los caleños jóvenes: Que viva la música. Caicedo está vivo, más vivo que nunca.
Existen demasiadas pretensiones frente a la obra generacional que escribió hace ya casi cuarenta años nuestro desadaptado favorito: Andrés. Y es que incluso hoy, no está bien visto que un pelado de familia bien se vea rebajado a la fiesta del pueblo, al goce sinfín, a la crítica constante, al tedio de la vida, de los excesos juveniles (“inexistentes” o más bien desapercibidos) de una Cali de antaño.
Se nos olvida que somos todavía una sociedad hipócrita empapada de los vestigios de una moral malentendida. Somos una sociedad sin identidad, que vive en la negación de todo lo que es. Una sociedad pacata e impedida para reconocer las experiencias propias sin vergüenza. Una sociedad que ha educado tan bien a sus integrantes, que hoy se escandalizan por lo que hicieron ayer. No van a aceptar sus actos, pero se empeñarán en reclamar los de los otros. Si se escandalizan por el pasado, no quiero saber qué harían si se enteraran de qué hacen los jóvenes –hijos suyos- hoy en día; que ni investiguen.
Uno esperaría que después de tantos años de experiencia, esos prejuicios se hubiesen aniquilado. María del Carmen Huerta fue, es y será ejemplo porque logró despojarse de las malas costumbres en las que fue criada. Si no podemos liberarnos de esos prejuicios entonces tampoco podremos entender el legado que ha dejado la vida y obra de Andresito.
Rosario Caicedo hablando sobre la película de la novela de su hermano, ha publicado, hace ya meses un artículo insultante e incoherente. Y no he podido sacarme de la cabeza las palabras de esta mujer: “Porque la película “inspirada” en ¡Que viva la música! es en sí una completa desadaptación de la corta y brillante novela que Andrés Caicedo escribió. Para muchos lectores apasionados de su obra, me temo, la película será un desencanto, y para los que no han leído la novela o no saben nada de Andrés Caicedo, a lo mejor les guste o a lo mejor no.” , Pero claro lo dijo Moreno “más que una adaptación, es una desadaptación de la obra original”, ya estábamos avisados. Una desadaptación no le quita el prestigio a la novela, a Andrés. Tranquila Rosarito que Andrés caerá en lo que sea, pero jamás en el olvido.
Y luego agrega muy satírica “es, en síntesis, un collage fragmentado e incoherente cuya base reúne las fórmulas infalibles: sexo de todo tipo, drogas y violencia.” ¿no era acaso esa la definición de Que viva la música (el libro)? Me da la impresión de que seguís siendo goda, muy goda, en ciertos aspectos de la vida de tu hermano, conservás aún esa misma actitud burguesa que tanto criticaste.
Rosario, Rosarito ¿vos nunca vas a entender que lo que fue Andrés para vos como hermano no es lo mismo que para el mundo es como escritor? Después de todo Rosario, somos nosotros, lo jóvenes de varias generaciones después los que nos seguimos sintiendo identificados en esa ciudad de excesos que vos nunca conociste como Calicalabozo.
Rosario, Rosarito no sé quién era tu hermano para vos, pero para nosotros fue, es y será siempre eso: un desadaptado. Estoy segura que el “exceso” de drogas, sexo y alcohol no desatinan con lo que es su novela, y con lo que era en ese entonces parte de la vida de Andrés.
Andrés, Andresito ese sinsentido de excesos lo llevamos dentro, exceso de vicio, de normas, de crítica, de tristeza, de burguesía, de rebeldía, de autodescrubrimiento, de riesgos y sobre todo de letras, de palabras, de cine.
“El que estaba destinado a ser un manifiesto generacional terminó convertido en una aburrida masturbación intelectual destinada a hípsters tardíos y rumberas impenitentes.” nos dice Ivan Gallo, uniéndosele a Rosario, en lo que intenta ser sátira incomprendida. A él personalmente me dirijo, y respondo su comentario inoportuno con otra de sus misma publicaciones : “El único pecado es la omisión así que, parafraseando a Baudelaire, embriágate de vino, de carnes frías, de coca, de virtud y de poesía, embriágate de lo que sea, la vida es demasiado corta para estar asustado con enfermedades remotas, improbables, la vida es demasiado corta para no probarlo todo, sobre todo si eres joven, sobre todo si estás sano.”
Parecieran querer un desprestigio intencional y sin embargo injustificado. Aprovecho además, para agradecerles a ellos y a todos los que se han tomado del trabajo de alabarla o volverla pedazos, porque precisamente es ahí cuando se sabe que algo se hizo bien, tanto picante y tanta importancia no se le da a algo que no valga la pena. Andrés, tanto libro como película, quizá es para los que se han aventurado a vivir Cali en carne propia, para los que han tocado fondo, para las almas solitarias que se van de rumba.
La verdadera tarea se encuentra en atraer a ver la película y lograr que, estando sentados, se identifiquen como generación con lo que está en la pantalla. Ya lo decía Andrés “No fuimos innovadores: ninguno se acredita la gracia de haber llevado la primera camisa de flores o el primero de los pelos largos. Todo estaba innovado cuando aparecimos. No fue difícil, entonces, averiguar que muestra misión era no retroceder por el camino hollado, jamás evitar un reto.” Y entonces me pregunto, si ellos hace sesenta años ya no innovaban ¿qué estamos haciendo nosotros distinto a imitarlos? Es a esto a lo que llamamos malestar generacional. Es el malestar el que ha mantenido la obra de Andrés viva. Y de eso se trata, de leerla y poder sentirse identificado por más años que hayan pasado, sin importar la época o los acetatos ¿por qué, entones, la película debería causarles sensación distinta?
Violencia y no tinta es con lo que escribía Caicedo, el corazón en mano y la sangre en el papel. La misma violencia, y el mismo arrebato con los que se decidió hacer la película. El mismo desorden, la misma intensidad de sentimientos provocados por la experiencia misma de la música, y su interiorización. Andrés fue a la literatura lo que las 45rpm fueron a la música.
La película tiene una imagen impecable, insinuante, devoradora. Un montón de planos, que para el que leyó la obra, dicen más que los apartes de la voz en off que nos ubica en el libro; la sucesión del plano de unas rodillas e inmediatamente después el de las montañas de Cali nos devuelve al: “Vi trazos de brocha gorda, grumos en el cielo, y las montañas que parecían rodillas de negro. Condené la rendija, alarmada y abatida. ¿Por qué si era tan temprano? Pensé: “anoche quemaron las montañas y sólo le quedan pelitos pasudos”.
Una voz en off que no puede ser otra cosa que seductora. Es una invitación a la calle, al exceso, a buscar la rumba.
Respecto a la banda sonora yo me atrevería a preguntarle a las últimas generaciones ¿con qué derecho expresan ese purismo por la música que no es ni fue propiamente suya? Es un argumento entendible si viene de la generación de un Caliwood lejano, que creció y se cultivo en esa cultura musical. La música, y este es un punto clave de la obra de Caicedo, es una transición constante, son los escombros de uno mismo, pedazos de lo que fue y ya no volverá a ser “Yo soy la fragmentación. La música es cada uno de esos pedacitos que antes tuve en mí y los fui desprendiendo al azar. Yo estoy ante una cosa y pienso en miles. La música es la solución a lo que yo no enfrento, mientras pierdo el tiempo mirando la cosa: un libro (en los que ya no puedo avanzar dos páginas), el sesgo de una falda, de una reja. La música es también, recobrado el tiempo que yo pierdo. Me lo señalan ellos, los músicos: cuánto tiempo y cómo y dónde. Yo, inocente y desnuda, soy simple y amable escucha. Ellos llevan las riendas del universo. A mí, con gentileza! Una canción que no envejece es la decisión universal de que mis errores han sido perdonados.” Para todos los seguidores empedernidos de Andrés les pregunto ¿si no pudieron entender el sentido de Que viva la música, cómo osan a criticar la película por falta de fidelidad al libro?
Ante los comentarios suscitados por la salsachoque utilizada en la película, les recuerdo que esta, como el Bugalú, tienen una condición social de rebeldía, pues al ser prohibidas en su debido tiempo, se encargaron de que hubiera un deseo generacional que acabó por convertirlos en géneros indispensables en esa cultura negra tan arraigada a los caleños.
Los invito a verse la película desde la sutileza con la que quizá se nos sugiere que esa rubia rubísima que aparece en pantalla no es María del Carmen Huerta, sino que como muchas, al leer el libro, se metió tanto en el, que terminó viviéndolo. Escenas como la de protagonista leyendo el libro Que viva la música al principio y al final de la película, o la foto en la que vemos al personaje de Rubén en la fotografía del concierto de Richie y Bobby del 69, me hacen pensar en una segunda intención del director.
Veánse la película, saquen sus propias conclusiones, no dejen que se la cuenten. No se pierdan de salir con las ganas tremendas de rumbear, porque gústeles o no, la película acabará por cultivar durante 104 minutos un deseo incontrolable, que corre por las venas, de querer ir en busca de una ciudad llamada Cali, que todavía ha de existir , porque el día que Cali se acabe, ese día se habrá acabado el mundo. Como lo dijo Andrés Tú enrúmbate y después derrúmbate.
Bienvenidos a la ciudad de la rumba sinfín. Bienvenidos a la fiesta que sigue cargando sus muertos. Bienvenidos a la violencia de la pista de baile, a la violencia del coqueteo que nunca termina siendo amor. Bienvenidos a la ciudad de los miserables que ahogan y sudan las penas. Bienvenidos a la ciudad de montañas salvadoras, de brisa traviesa. Bienvenidos a la ciudad de los eternos seducidos y luego abandonados. Esto no es hollywood, esto es Cali, Calicalabozo.
Yo no ando buscando lo que no se me ha perdido, yo ando buscando porque ya todo lo perdí. Incomunica el dato
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