Por JORGE POSADA (jposada@elnuevoherald.com)
Hubo una breve época en La Habana de inicios de 1959 (cuando el país entero vivía la euforia del derrocamiento de Fulgencio Batista y del ascenso al poder de Fidel Castro) que entre tantas grandes intérpretes—Blanca Rosa Gil en el Ali Bar, Elena Burke en el club Scheherazada, Freddy en el Bar Celeste, Bertha Dupuy en el cabaret del Hotel Riviera y la inmensa Olga Guillot, en Tropicana y en Montmartre— una nueva cantante electrizaba a la ciudad. Todos hablaban de ella y aparecía dondequiera: en periódicos, en revistas, en entrevistas de radio y en programas de televisión. Cantaba en La Red (Donde el amor queda aprisionado, decía la propaganda), un club del Vedado de moda entonces, con varios pullmans al fondo, un escenario pequeño y veinte o treinta mesas; decorado con temas marinos para darle al auditorio el sentimiento de estar en un barco de pesca.
La cantante era una mulata joven y dinámica; con un moño alto, de senos generosos, de un temperamento descarado que tenía también una belleza salvajemente atractiva. De cierto modo la mujer no cantaba sus canciones, sino que las sufría, las gritaba, las lloraba, con una rabia contenida y las ofrendaba con una cómplice seducción. «Todo el mundo tiene fiebre, eso bien que lo sé yo», cantaba. Y susurraba con sensualidad: «Tener fiebre no es de ahora, hace mucho tiempo que empezó. ¡Ayyy!», soltando una carcajada, acariciándose los muslos, los pechos; halándose el pelo, dándole en español una furia fresca a Fever, el éxito de Peggy Lee. Después, aún con ritmo y sin perder la letra ni la entonación, entraba en trance con su versión de Crazy Love, de Paul Anka, y se golpeaba, se mordía, se volvía a reír, se quitaba los zapatos, los anillos, los collares y le pegaba una y otra vez al pianista Homero Balboa y al percusionista Lacho Rivero quienes, resignados, continuaban tocando. En medio de actuaciones tan auténticas, el público, escritores y artistas enloquecían y en pocos meses la hicieron su favorita.
Se llamaba Guadalupe Victoria Yolí Raymond pero era conocida como La Lupe (Santiago de Cuba, 23 de diciembre de 1939 – Bronx, Nueva York, 29 de febrero de 1992) y hoy en día más que una diva es una auténtica leyenda.
Nunca hubo rivalidad con Celia Cruz
A propósito de la telenovela Celia, sobre la vida de Celia Cruz, que transmitió la cadena Telemundo en un horario estelar, ha surgido una encendida polémica sobre sus torpes desatinos cronológicos, su distorsión de la verdad histórica y la abundancia de anacronismos. Los errores son mayúsculos, las inexactitudes son descomunales, las actuaciones son de espanto y el guion más que una distorsión de la realidad resulta un insulto a la sensibilidad de los cubanos. La Habana era un burdel del Caribe, Celia Cruz no tenía una hermana blanca y envidiosa, ni era en absoluto como la pinta el guionista colombiano Andrés Salgado. Tampoco La Lupe, a través del personaje de Lola Calvo, basado arbitrariamente en su vida, era el ser lleno de maldad que tergiversa la novela. Aunque Celia conoció y compartió actuaciones con La Lupe, no hubo nunca una amarga rivalidad, un altercado ni un enfrentamiento entre las dos. El escritor francés Marcel Proust, que sabía mucho de mujeres, dijo una frase que no ha perdido su vigencia: “Las malas biografías le añaden un perturbador terror a las vidas de las mujeres”.
La Lupe nació en San Pedrito, un barrio pobre de Santiago de Cuba, y desde muy niña le gustó la música: el bolero, la guaracha, el guaguancó, las comparsas y los toques de santo; le fascinaban las españolas Carmen Amaya y Lola Flores y la cubana Olga Guillot.
En 1955 se mudó con la familia a La Habana y siendo muy joven empezó a cantar en concursos de radio y en pequeños clubes, pero su padre, Tirso Yolí, era muy dominante, y no quería que su hija fuera cantante, por lo que la obligó a estudiar para maestra en la Escuela Normal. Con el tiempo se independizó del padre, pasó a formar parte del grupo de Facundo Rivero, y a finales de los años 1950, se casó con Yoyo Reyes, integrante y fundador del trío Los Tropicuba, con el que empezó a cantar en 1958. Pero el simpático Yoyo era un tipo incontrolable y se enredó con Tina, la otra muchacha del grupo, dejando a Lupe Victoria sin esposo y sin trabajo. Ella no se acobardó y pronto se lanzó como solista. Tocada por eso que en el mundillo farandulero suele llamarse polvo de estrellas, con un instinto musical único y un estilo cautivante, de la noche a la mañana se volvió un fenómeno irrepetible de la frenética vida nocturna habanera. Había surgido La Lupe.
En Cuba su carrera fue vertiginosa y efímera al mismo tiempo. Los primeros aires de la revolución con sus proyectos y sueños empezaron a desaparecer y el frenesí de aquella fuerza de la naturaleza no tenía cabida en el cada vez más asfixiante clima político ni en la aburrida moral puritana del régimen. Como le pasó a tantos músicos, a La Lupe no le quedó más remedio que irse muy temprano del país.
Un vendaval en Nueva York
A comienzos de 1962 se asiló y no regresó más. Primero en México, luego en Miami y finalmente en Nueva York. Sus primeros años en el exilio fueron muy difíciles como ocurrió con la mayoría de los exiliados. Debió vivir una dura etapa de adaptación trabajando en locales nocturnos por muy poco dinero, pero su amor a la música era mucho, y cantaba en las calles de los barrios, tocando las puertas de los distintos bares. No se le pudo negar la oportunidad: con su potente voz, sus movimientos exuberantes y su presencia llena de energía era una sensación. Su música, una fusión afrocubana con jazz y un poco de rock daba de que hablar. En el escenario era un vendaval; poderosa e intensa, sobre todocuando cantaba boleros.
El ilustre percusionista Mongo Santamaría fue a verla en persona en el club de Nueva York donde cantaba y enseguida le propuso grabar con él un disco que fue un hit rotundo: Mongo Introduces La Lupe (1963). Después Tito Puente se la lleva para su orquesta y graban juntos Tito Puente Swings, la Exciting Lupe Sings (1965), que contenía una de sus canciones más famosas, el exitazo Qué te pedí.
Aparecía frecuentemente como invitada en los programas más populares de la televisión, como los de Dick Cavett, Mike Douglas y Merv Grifith: era un fenómeno incontenible y la reina de la música latina en Estados Unidos.
Fue la primera cantante latina que actuó en el Carnegie Hall y en el Madison Square Garden. Fue a la vez la gracia más exuberante y la más recóndita tristeza. Ganó y derrochó mucho dinero; tuvo fama, gozó de caprichos y cometió excesos; disfrutó de amantes, dos hijos y practicó la santería; fue adorada por sus seguidores y grandes celebridades la admiraron incondicionalmente.
Pablo Picasso dijo de ella: “Es un genio”. Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir exclamaron al unísono: “Es un animal imparable”, y años más tarde, la revista neoyorquina The Village Voice proclamó: “La Lupe es Edith Piaf, Janis Joplin y Aretha Franklin en una sola mujer, más un toque de locura”. En sus años finales se quedó en la pobreza, se entregó a los evangelios y se hizo predicadora. El cineasta español Pedro Almodóvar la inmortalizó en la película Mujeres al borde de un ataque de nervios, que cierra con su magistral interpretación de Puro teatro, de Curet Alonso.
Vivió en un tiempo irrepetible que Fidel Castro –que jamás bailó un chachachá, tarareó una guaracha ni se conmovió con la angustiada letra de un bolero– trató de destruir con saña y encarnizamiento; un momento fugaz en que todavía la vida era menos una queja.
El 29 de febrero de 1992, un infarto fulminante mató a los 53 años en un hospital de Manhattan a Guadalupe Victoria Yolí Raymond, pero laexplosiva vitalidad, la insolente personalidad y las trepidantes canciones de La Lupe vivirán para siempre.
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