Al maestro Isidoro Corkidi le incomoda hablar de cuántos discos ha atesorado en todos estos años. Sin embargo, los que conserva en su casa deben sumar cerca de siete mil.
Fotografía: Johan Morales | El País
El disco amarillo de 45 revoluciones comienza a girar alegremente en la consola. Fue prensado por el sello Gema, es del año 58 y hace sonar una única canción, ‘Chanchullo’, que a su dueño le acelera las palabras.
Es que es una joya, dice de pronto Isidoro Corkidi, antes de pinchar la aguja sobre la pasta... En el bajo, Israel López, el genial ‘Cachao’; en la flauta, Juan José Oliveros; en los timbales, Tito Puente... Los tres sonando bajo la batuta de la orquesta de Antonio Arcano, ese flautista al que la música latina bautizó como ‘El monarca’.
El maestro Corkidi cierra por un momento los ojos y comienza a perseguir cada acorde con oídos benévolos. Como si fuese en realidad la primera vez que escucha el disco.
“¿Sabe por qué me gusta tanto? Porque cuando uno lo escucha atento, descubre un sonido parecido al de ‘Oye cómo va’, el mambo que compuso Puente muchos años después, en el 63. ‘Chanchullo’ fue entonces solo el comienzo de una melodía que seguramente lo venía persiguiendo desde hacía tiempo”.
Ser un coleccionista consiste en eso: descubrir en la música los misterios que para otros oídos pasan desapercibidos. Ser coleccionista —lo sabré al final de esta historia— no es un oficio para despistados.
Isidoro Corkidi lo es desde hace unos treinta años, cuando comenzaban a nacer los años 80. Todo empezó, cuenta, con una búsqueda que le tomó un buen tiempo. Quería tener consigo el álbum en el que aparecía la voz potente y callejera de un sonero boricua que sonaba “extrañísimo”. Se trataba de Héctor Lavoe y su ‘Periódico de ayer’.
Al álbum ‘De ti depende’ lo había perseguido con paciencia en los almacenes de discos del centro. En el mítico local de Paz Hermanos y en Antena Musical, que se alzaba por allá, en la 9 con 11. Y, claro, en los kiosquitos de la Calle 15 con 8, en los que, cerveza en mano, podía sentarse hasta por dos y tres horas para husmear entre centenares de Lp hasta dar con alguna rareza.
Un día lo llamaron a avisarle que al fin habían conseguido su encargo. Y ese episodio, está seguro Corkidi, sería el comienzo de varias cosas: de la pasión de coleccionar, de no dejar pasar una semana sin emprender la tarea de llegar a casa con un nuevo disco y de investigar por las voces y los músicos que se escondían detrás de cada álbum que le llegaba a las manos.
Es que ser coleccionista es también “ir más allá de lo que ves en una carátula”. Es hacerte preguntas todo el tiempo: ¿qué sello lo grabó y en qué año? ¿quiénes fueron sus músicos? ¿qué anécdotas se conocen de la orquesta? “Es solo de esa manera que aprendes con el tiempo a distinguir el piano de, digamos, Noro Morales del piano de Richie Ray”.
Fue para él, en todo caso, una suerte de pasión tardía. Isodoro —hijo de León Corkidi, comerciante turco que llegó a Colombia sin nada en los bolsillos a finales de la década de los 20— había nacido en Cali, pero cursó su bachillerato en Bogotá.
Era un ‘niño bien’ del Colegio Anglo Colombiano, donde los alumnos deliraban con las descargas de los Beatles y los Rolling Stone en tiempos en los que el mundo alucinaba con el rock y los jóvenes se amaban en los parques como si el amor fuera un asunto acabado de inventar.
El joven Isidoro vivía por entonces, años 60, en la Carrera 7, entre la 21 y la 22, a pocos pasos del Teatro Jorge Eliécer Gaitán, en pleno centro de la capital. Y en las tardes se recuerda a sí mismo recorriendo los almacenes de música del sector con una curiosidad genuina.
“Eran varias cuadras repletas de almacenes donde se escuchaban las novedades musicales de la época”, recuerda Isidoro. Sería caminando por allí donde escucharía por primera vez la voz de Guillermo Portabales, interpretando ‘El carretero’ y las de Bienvenido Granda y Daniel Santos que lo mismo entonaban guarachas que varios de esos boleros que astillan corazones. Su alma de melómano en ciernes despertaba ante toda esa cosa maravillosa que sería la Sonora Matancera.
“No sabía bien qué era. Pero la música cubana me atraía. La primera vez que escuché ‘El carretero’ me obligué a escucharla hasta el final. Yo por eso vivo agradecido con Bogotá, una ciudad que otros miran con desprecio pues se ha dicho siempre que es fría, sin vocación para la música.
Pero fue en Bogotá donde aprendí que uno puede ser feliz escuchando de todo: desde una salsa hasta una canción de rock. Porque la buena música no conoce de géneros”.
En Bogotá, Isidoro permanecería hasta mediados de los 70, cuando regresó a Cali y tropezó con una ciudad donde la salsa, más que un ritmo para bailar, parecía un estado de ánimo.
Hacía poco menos de una década que Richie Ray & Bobby Cruz habían partido en dos la historia musical de los caleños con su legendario concierto de la Caseta Panamericana de 1968.
Hacía poco menos de una década, también, que los discómanos hacían girar discos de 33 en 45 revoluciones, por el puro capricho de hacer que las piernas se agitaran más rápido sobre la pista. Eran los días dichosos del Ballet de la Salsa, de los pasos afinados del negro Watussi y de Jimmy Bogaloo, y de Amparo Arrebato, esa negra que tenía fama de Colombia a Panamá.
Fue esa la Cali que recibió a un tímido melómano que, poco a poco, comenzó a recorrer Honka Monka, La Escalinata y El Escondite. “Yo nunca fui bueno para el baile. Disfrutaba más ver bailar a los que sabían. Era un completo deleite. Al comienzo me costó amoldarme a ese frenesí de Cali, porque siempre he sido un hombre tímido. Y la rumba brava no estaba hecha para alguien así”, asegura Isidoro.
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