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Medio siglo del primer concierto de la Fania All-Stars

Un repaso por la trayectoria del sello que puso a gozar al mundo entero.

Autor: Notimúsica/domingo, 6 de mayo de 2018/Categorías: Notimúsica

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Por Ricardo Hinojosa Lizárraga

Nueva York, 1968. Una metrópoli con diversas influencias culturales, gente llegada de todos lados. Luce la última tecnología en sus vitrinas, los autos más modernos recorriendo sus calles, altos e impresionantes edificios, moda que marcaba tendencias mundiales y ciudadanos caminando por amplias avenidas, donde no parecía importar nada más que mantener un estilo de vida individualista y pragmático, bajo los luminosos avisos de Times Square.

A pesar de esta imagen tan cinematográfica como impertérrita, ese mismo año Estados Unidos se preparaba para despedirse de Lyndon Johnson y recibir a Richard Nixon, y en el camino el país vería pasmado los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy. Una nueva América se cocía detrás de las postales idílicas. Vietnam no tenía cuándo parar y los movimientos estudiantiles y las protestas sociales estallaban por todos lados. En California se vivía aún la efervescencia del Verano del Amor y los estudiantes de Berkeley se levantaban ante la guerra y la injusticia. El Festival de Monterey había sido un éxito el año anterior, y músicos como The Who, The Doors, Janis Joplin o Jimi Hendrix cambiaban el mundo a su manera. En Chicago, la Convención Demócrata también había sido un disparador de importantes revueltas ciudadanas que fueron transmitidas a todo el país por televisión. El Mayo francés estaba fresco.

Mientras, en la Costa Este, la contracultura que emergía del Greenwich Village neoyorquino hablaba un lenguaje con Bob Dylan de día, y de noche, otro, con Lou Reed y Velvet Underground tramando oscuras ceremonias. Al mismo tiempo, en los barrios latinos bullía una escena musical muy diferente, intensa, colorida, con una personalidad y comportamiento propios, que entre instrumentos de cuerdas, teclas, vientos o percusión, y su propio y sensual baile, se abría paso en una ciudad hostil para los migrantes. Este sería solo el primer episodio de las vidas paralelas del rock y los ritmos latinos: aunque aparentemente distintos, se alimentarían mutuamente, con grandes resultados, a lo largo de los setenta. Santana fue una muestra de ello. “La Fania All-Stars es a la salsa lo que los Rolling Stones es al rock”, anota el periodista y escritor Eloy Jáuregui en su libro Pa’ bravo yo. Historias de la salsa en el Perú.

-La rumba me está llamando—

“Lo que nosotros, con el tiempo, esperamos que suceda, es que este mensaje de amor y unidad llegue por todo el mundo y nuestra música y cultura latina salga también”, dice Ray Barretto en el documental Our Latin Thing, o Los bravos de la salsa, de 1972. Dirigido por Leon Gast (ganador del Óscar por otro documental, When We Were Kings), mostró de manera absolutamente natural el desenvolvimiento de los sonidos y la escena musical de esos barrios donde dominicanos, cubanos, puertorriqueños y sus descendientes —conocidos como nuyoricans— eran los verdaderos reyes de la noche, la alegría y el movimiento. A pesar de todas sus carencias y de su propia violencia doméstica y callejera, esa comunidad no dejaba de bailar y cantarle a la vida. Y esta vida había nacido del danzón, el son cubano, el son montuno, el mambo, el bolero, la guajira, el chachachá, la guaracha, el jazz afrocubano, la rumba, el boogaloo, la pachanga y el guaguancó. Eso, aunque filmes como West Side Story (1961) o Saturday Night Fever (1977) nos propusieran otra visión de la comunidad latina en Estados Unidos.

En 1968 el término salsa aún no se había generalizado para nombrar a la reunión de esos ritmos. La disquera Fania, nacida en 1964, fue la principal responsable del éxito del género, que desbordó en el Harlem latino, también conocido como El Barrio, además de Brooklyn y el lado sur del Bronx. Pero eso no sucedió de inmediato, fue un proceso. Aún estaban frescos algunos discos considerados cumbres del género, como Cañonazo (de Johnny Pacheco, el primero del catálogo Fania), El malo (primero de Willie Colón con Héctor Lavoe), Heavy Smokin’ (primero de Larry Harlow), Acid (debut de Ray Barretto en la disquera) y otro más de Johnny Pacheco —un preludio de lo que vendría—, His Flute And Latin Jam, la primera jam session —o “descarga”— que se grabó en la disquera. Por ello, antes de Fania All-Stars nada hacía presagiar que una impensada reunión de los líderes de las orquestas del sello podría marcar un punto de quiebre en la historia de la música latinoamericana.

“Échale salsita”, cantada en los años treinta por el cubano Ignacio Piñeiro, es considerada por muchos expertos la primera composición que usa el término salsa, aunque el género pícaro, rebelde e híbrido que bailamos y cantamos hoy es otra cosa más sabrosa.

En 1954, un grupo de nacionalistas puertorriqueños, encabezados por Lolita Lebrón y Rafael Cancel Miranda, ingresaron a la Cámara de Representantes de Estados Unidos disparando al grito de “¡Viva Puerto Rico libre!” e hiriendo a cinco senadores. Esto aumentó la segregación y la hostilidad contra la minoría. Sin embargo, apenas 14 años después, Puerto Rico era libre a su manera, levantando la voz y el volumen, sin miramientos, en Nueva York, a pocas calles del corazón financiero de ese país. Aunque la llamada Gran Migración —que convirtió a los puertorriqueños en el primer grupo amplio de latinoamericanos que se instalaban allí— tuvo su pico en los años cincuenta, casi dos décadas después estos migrantes, convertidos en los primeros dreamers, anunciaban otros tiempos.

“Había una explosión sociocultural fuerte en ese mismo momento, y la música era la reafirmación de su identidad latina en un ambiente hostil —nos dice Omar Córdova, creador de las fiestas Descarga en nuestro país y gran conocedor del género—. Además de ser el antecedente principal del boom de la salsa, la Fania All-Stars marcó una revolución cultural”. Para Eduardo Livia, melómano y director de radioelsalsero.com, “gracias a sus canciones, que no solo hablaban de baile y de gozo, sino de trabajo y vida dura, fueron el vehículo de comunicación ideal para interpretar el pensamiento del joven latino migrante de los setenta”. Quítate tú, pa’ ponerme yo.

—Y ahora vengo yo—

“We present you here, in the Red Garter, the most wonderful place in the village, ¡The Fania All-Stars!”, dijo el célebre DJ y maestro de ceremonias Symphony Sid como preludio a una dosis de latin soul, que era el término que más se aproximaba para describir, en aquellos años, la amalgama de ritmos que la orquesta realizaría aquella noche de 1968. El Red Garter era un pequeño local neoyorquino manejado por Jack Hook y Ralph Mercado, un nombre clave en la historia del sello Fania. Sus cabezas, Johnny Pacheco y Jerry Masucci, celebraron la presencia de 800 personas como un resultado más que alentador, aunque los discos editados poco después, Live at the Red Garter, volumen uno y dos, no fueran éxitos de ventas.

De este modo, los principales líderes de las orquestas del joven sello Fania —Johnny Pacheco, Ray Barretto, Larry Harlow, Willie Colón, Bobby Valentin, Joe Bataan, Monguito Santamaría, Louie Ramírez, Bobby Quesada y Ralph Robles— y los amigos que llevó cada uno: Pete “Conde” Rodríguez, Adalberto Santiago, Orestes Vilató, Héctor Lavoe, Ismael Miranda, José Mangual Jr., entre otros, tocaron por primera vez juntos como Fania All-Stars, teniendo como invitados a Eddie Palmieri, Tito Puente y Richie Ray para una descarga que, 50 años después, reafirma una línea cantada en aquella ocasión: “Esta es una noche/ inolvidable para siempre…”.

Barretto, sentado a los tambores que son su trono, demostró que Ray es rey, y la percusión, su súbdita más complacida. Por eso daba manazos a los cueros, manazos que eran explosiones nucleares aquella noche perennizada a fuego y ceniza, a ron y sabor. Desde el piano, Larry Harlow se dejaba poseer por el frenesí. El pulso rítmico lo ponía Bobby Valentin al bajo. Héctor Lavoe, Ismael Miranda, Pete “Conde” Rodríguez y Adalberto Santiago le daban voz y arenga a esa extraordinaria maquinaria musical dirigida por el dominicano Juan Azarías Pacheco Kiniping, Johnny Pacheco, flautista, bailarín gozoso y funambulista sonoro sobre y más allá del escenario.

La música de Fania All-Stars, entonces, se mostró como reflejo del barrio, del guapeo, del puño limpio, del pavimento y el concreto en el que se ríe y llora sin distinción. “La música de la Fania es dura, es fuerte, es agresiva, es un mecanismo de defensa ante el estatus que les quería imponer la sociedad norteamericana a los latinos”, asegura Livia. Para Omar Córdova, aunque ellos lograron la masificación de la salsa y su reconocimiento como una expresión latina y a la vez universal, no solo llamaban la atención por su música, sino por la elegancia “achorada” con la que vestían: camisas coloridas, de seda, cuellos grandes y amplios; african looks, cadenas de oro, zapatos de charol, sombreros extravagantes, patillas largas o bigote lustroso. “Muchos se preguntan por qué la Fania gustaba a propios y extraños —escribe Eloy Jáuregui en Pa’ bravo yo—. Sería pertinente desmontar un secreto. Johnny Pacheco confiaba en los dúos. Así, Adalberto Santiago y Conde Rodríguez eran cantantes muy identificados con la tradición sonera de Cuba en Nueva York y por sus trabajos en las orquestas de Barretto y el propio Pacheco. Otro dueto que calzó a la perfección fue aquel de Ismael Miranda y Héctor Lavoe. Eran los muchachitos, los soneros jóvenes que expresaban su conexión directa con un estilo de soneo malandro y callejero. Y a esta pareja le correspondía su antípoda sonera, el dúo de Santitos Colón y Cheo Feliciano, que venían de la tradición musical de Nueva York”.

“Todo está cambiando. Woodstock, Vietnam, los derechos civiles —llegó a decir Larry Harlow, el Judío Maravilloso—. ¿El chachachá? Esa era la música de tu madre, pero nosotros queríamos escribir canciones sobre lo que estaba pasando ahora”.

—Pase lo que pase, sigo mi son—

“¡Ali Bumayé! ¡Ali Bumayé! ¡Ali Bumayé!”. Era un grito que se oía por todas las calles de Kinshasa (entonces Zaire, hoy República Democrática del Congo) en setiembre de 1974, cuando un evento deportivo y cultural sin precedentes llegó a interrumpir el tedioso caos y la necesidad social en la que se encontraba el país, sometido a la cruel dictadura de Mobutu. Aunque para sus huestes “¡pan y circo!” era un axioma tan necesario como para el productor Don King llenarse de dólares, el impacto que tuvo la celebración de la pelea por el título mundial de los pesos pesados de box entre Mohamed Ali y George Foreman —llamada “del siglo” cuando esto significaba algo, no como cuando se juntan Pacquiao y Mayweather a darse caricias— fue enorme.

“¡Ali Bumayé!, ¡Ali, mátalo!” era la frase más repetida en aquellas calles africanas donde la gente olvidó el hambre y la pobreza por unos días. Pero el box no era el único atractivo. Zaire 74, un evento previo realizado entre el 22 y el 24 de setiembre de ese año, serviría como pretexto para que músicos afroamericanos como James Brown y B. B. King tuvieran contacto con sus propias raíces. En ese contexto, también se decidió la aparición de una orquesta que representara la expresión de un sabor latino capaz de superar cualquier frontera. Por eso, cuando Celia Cruz apareció al frente de la Fania All-Stars, su “Químbara-cumbara-cumba-quimbará” se transformó en una arenga de libertad, pasión y espontánea alegría que hizo bailar a más de 80 mil personas presentes en el Stade Tata Raphaël sin importar el idioma, el color o la nacionalidad. Sus gritos (“¡Azúcar!”) y el baile de Pacheco dirigiendo la Fania se hicieron inolvidables. Por eso, cuando sus compañeros —Lavoe, Ismael Quintana, Santos Colón, Ismael Miranda— cantaron “Guantanamera”, quedó claro que ese era el hombre negro que salió del continente como esclavo hacía siglos, y que volvía exitoso, sonriente y bailarín. Era una declaración de amor al mundo y a la alegría de estar vivos.

Sin embargo, ya antes de este gran evento hubo una fecha considerada por muchos “el día que se inventó la salsa”. Fue el 26 de agosto de 1971 en el Cheetah de Nueva York, ante cuatro mil personas. Poco después, la relación entre la salsa y el rock volvía a quedar evidente, cuando Larry Harlow publicó su ópera salsa Hommy, en 1972, un disco que contaba la historia de un niño ciego, sordo y mudo pero con un increíble talento para la percusión. Una respuesta evidente a Tommy, la ópera rock de The Who de 1969. En agosto de 1973 reunieron a 45 mil personas en el Yankee Stadium. “Este concierto revolucionará el negocio de la música como lo hicieron los Beatles a comienzos de los sesenta y Woodstock en 1969”, había dicho Masucci, anticipando el éxito. Y siguieron rompiendo records. Ese mismo año volaron a Puerto Rico para tocar en San Juan. En 1976 grabaron por primera vez en estudio. El disco Tribute to Tito Rodríguez es también el debut de Rubén Blades con la banda. Luego llegaron a Londres, París, Barcelona, Tokio y Yokohama. En 1977 fue el célebre concierto en el Madison Square Garden junto a Ismael Rivera, Maelo. Con la llegada de los ochenta llegó una época de declive, menos grabaciones, menos conciertos y algunas renuncias en el camino por distintas inconformidades y problemas con las regalías. Aunque en 1994 celebraron los 30 años de la disquera y el 2011 llegaron a Lima por primera vez, el mundo que alguna vez quisieron cambiar había cambiado también. Felizmente, antes de eso, Héctor Lavoe, Rubén Blades, Willie Colón, Richie Ray, Bobby Cruz, Eddie Palmieri o Cheo Feliciano habían dejado grandes momentos en nuestro país.

—Ponte duro—

No es difícil entender cuál es el legado de la Fania All-Stars 50 años después de su primera presentación en el Red Garter. Lo difícil sería intentar imitarlos y, más difícil aun, sostener el talento de los verdaderos artistas por encima de los fenómenos de moda. Eduardo Livia cuenta que bastaba ver los rankings Billboard de los setenta para notar cuánto destacaba la buena salsa. Tanto Livia como Omar Córdova coinciden en que Johnny Pacheco —hoy retirado de los escenarios a sus 83 años, tras varios problemas de salud— ha sido un visionario, un hombre que supo crear impacto con la música latina y que, además, tuvo la suerte o la intuición de rodearse de muchos de los grandes talentos de su época.

Fue el hombre que convirtió la salsa en un escenario con un lenguaje particular y universal, que produjo una suerte de esperanto instrumental gracias al cual se entendían, a la perfección, las congas, los timbales, los trombones, las trompetas, la flauta, el piano eléctrico, el bajo, el cuatro puertorriqueño, la guitarra o los bongós como si hablaran todos el mismo idioma, como si entre las notas, gestos silenciosos de complicidad quedaran claros para todos con un mismo objetivo. Suficiente fantasía como para no permitir que se cumpla la tenebrosa profecía dicha hace poco por Richie Ray en una entrevista: “La salsa va a terminar en un museo”; sino para que se oiga, fuerte y claro, como si no fuera a silenciarse nunca, el canto de esos legendarios soneros que un día dijeron: “Oye, qué rico suenan las estrellas de Fania”.

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